miércoles, 31 de octubre de 2012

El hereje



La gente vivía con pánico. Se comentaba que alguien había sido sorprendido por la presencia de un horrible espectro que hacía un ruido infernal.
La gente vivía con pánico. Se comentaba que alguien había sido sorprendido por la presencia de un horrible espectro que hacía un ruido infernal y enigmáticamente se alejaba
  • La gente vivía con pánico. Se comentaba que alguien había sido sorprendido por la presencia de un horrible espectro que hacía un ruido infernal y enigmáticamente se alejaba
  • La gente vivía con pánico. Se comentaba que alguien había sido sorprendido por la presencia de un horrible espectro que hacía un ruido infernal y enigmáticamente se alejaba
  • La gente vivía con pánico. Se comentaba que alguien había sido sorprendido por la presencia de un horrible espectro que hacía un ruido infernal y enigmáticamente se alejaba


Antes de que llegara el inolvidable misionero Subirana, en cierto lugar del pantano, donde se produce la famosa lluvia de peces, se comentaba con miedo que un fantasma estaba sembrando el terror entre los vecinos de la villa de Santiago, en Yoro. Las gentes vivían con un pánico extremo. Casi todos los días se comentaba que alguien había sido sorprendido por la presencia de un horrible espectro que hacía un ruido infernal y enigmáticamente se alejaba.
Acompañada por dos de sus hijos, Fernando y Camilo, doña Crecencia regresaba a su hogar después de visitar a su comadre, doña Altagracia, que se encontraba muy enferma.
—¿Cómo ve a su comadre, mamá?
—Pues, mijo, para serte franca la he visto muy grave. Casi no habla y sus miradas están como extraviadas. Creo que esta vez no me reconoció. Lo malo es que los doctores que la han visto no han dicho la verdad de lo que ella está padeciendo.
—Yo miré que han quitado muebles y todas las cosas de la casa; como que se estuvieran preparando para la muerte de la señora.
—Así es, hijo mío, ya lo tienen todo listo porque según doña Mina solo están esperando que se muera.
Cuando caminaban por la calle principal del pueblo, el reloj marcó las once de la noche. Como ya sabían que acechaba un fantasma, madre e hijos llevaban un crucifijo en las manos. De pronto escucharon que el viento silbó con fuerza entre las ramas de los árboles y los perros comenzaron a aullar.
Las gallinas se alborotaron y unos gatos salieron corriendo sobre las tejas de las casas cercanas.
Una voz cavernosa se escuchó sobre los árboles: “¿Quién es el mortal que se atreve a desafiarme? Ja, ja, ja”.
Instintivamente, las tres personas levantaron los crucifijos de plata, que brillaron intensamente. Entonces se escuchó un ruido infernal entre los árboles cercanos como si sobre ellos caminara algo gigantesco.
—Apretemos el paso, hijos. Esto no es nada bueno.
—Recemos el Padrenuestro, mamá. Yo comienzo. Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre.
Con los pelos de punta, la quijada pesada y las piernas en un solo temblor, doña Crecencia y sus hijos le dieron gracias a Dios cuando llegaron a casa. Estaban muertos de miedo.
El padre Subirana llegó al lugar. Los vecinos se le acercaron y comenzaron a narrarle las cosas terribles que estaban sucediendo. Uno de los ancianos comenzó a decirle a Subirana:
—Vea, padrecito, lo que está sucediendo aquí es tremendo. A veces escuchamos una voz cavernosa entre los ocotes y sopla el viento con fuerza de huracán.
Todos aquí nos recogemos desde las cinco de la tarde por miedo de que nos salga el fantasma. Hace poco falleció una señora llamada Altagracia. Todos fuimos al entierro a las tres de la tarde.
Tuvimos que salir corriendo después de enterrarla porque nos atacó el viento. Todos sabíamos que estaba a punto de presentarse ese fantasma que tanto daño nos está causando.
Una señora le dijo al padre Subirana que había un lugar especial donde aparecía el fantasma con más frecuencia.
—Ya nadie pasa por ahí por miedo, padrecito...
El padre Subirana trató de calmar a los vecinos, les dijo que rezaran con él mientras se encaminaba al siniestro lugar donde el espectro hacía acto de presencia. El sacerdote alzó los brazos al cielo y exclamó:
—Espíritu de maldad, te invoco en el nombre de Dios.
De pronto, una voz cavernosa le preguntó al padre:
—¿Quién eres?
Inmediatamente, Subirana le respondió:
—¿Eres de esta vida o de la otra?
—Soy de la otra.
Subirana hizo la señal de la cruz y preguntó:
—¿Por qué aterrorizas a estas buenas personas? ¿Cuáles son tus penas?
—Fui en vida un hombre hereje. Estaba casado con una santa mujer que no tenía otro pecado para mí que ser católica. Le había prohibido que rezara y que fuera a misa, pero en mi ausencia hacía lo contrario y en uno de tantos días, cuando regresé, ella no estaba en la casa; andaba en la iglesia.
Mi cólera fue terrible. La castigué severamente por no hacerme caso y, no bastándome, osé pegarle con unas riendas y le puse freno en la boca y la herí con las espuelas.
Desde aquel día no volvió a comer y se entristeció. No pudo sobrevivir. Arrepentido cuando ella murió, tomé un persogo y en ese barranco me ahorqué. Dios no me recibe en su seno y vago como espíritu de Satanás.
Un sollozo prolongado terminó con aquella confesión. El misionero dirigió la mirada al cielo y exclamó con voz fuerte:
—Te conjuro en nombre de mi padre y te mando que te marches de este lugar, que lleves una piedra atada a la cintura y vivas errante en el corazón de la montaña.
Varios indios cuentan que vieron a un hombre misterioso huyendo por las selvas de la montaña del Pijol con una piedra amarrada a la cintura. Así, el padre Subirana decretó el castigo para aquel hereje que provocó la muerte de su esposa y luego se suicidó.

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