lunes, 15 de octubre de 2012

La Casa Embrujada


La Casa Embrujada




Los rumores que se habían propagado de la casa aquella era de que estaba, irremediablemente, embrujada. Nadie podía permanecer viviendo en ella por mucho tiempo. Varios inquilinos se habían visto obligados a abandonarla al poco tiempo de haberse instalado en ella, debido a las cosas misteriosas que sucedían en la extraña casa aquella.

El dueño original de la casa, un lituano emigrante, que trabajaba como maquinista en las locomotoras de la compañía bananera, había perecido misteriosamente arrollado por la misma locomotora que el manejaba. Nunca se supo exactamente como sucedió el extraño incidente aquel, pero los rumores decían que fue el espíritu de la misma mujer que aparecía en la casa, la que causó su muerte accidental. El otro tripulante en los controles de la locomotora, esa noche en que murió el lituano, era el fogonero, quien por un instante y mientras el lituano se bajó para aceitar y hacerle algún rutinario juste a su máquina, se durmió; de repente, decía el fogonero, sintió que la loco- motora se puso en marcha y en el resplandor que producía el fuego de la caldera, al- canzó a ver la silueta etérea de una mujer de pelo largo, con la palanca de arranque en sus manos.

Después de arrebatarle violentamente de las manos la palanca a la mujer, que de pronto desapareció así como había aparecido, el fogonero hizo el tétrico descubrimiento: el cuerpo del maquinista yacía entre las dos ruedas delanteras de la locomotora totalmente destrozado.

Desde entonces la casa del lituano había quedado abandonada y algunos de los vecinos se atrevieron a decir que en ciertas noches se oían salir de ella unos extraños ruidos. La compañía hizo los consabidos arreglos y como nadie le conocía herederos al lituano, se suponía que la frutera había tomado posesión del caserón aquel, por el dinero que este le debía del préstamo que le habían facilitado para construirla.

La compañía había tratado varias veces de asignarle la casa, a sus empleados pero cuantas veces había intentado, había fallado debido a que los inquilinos rehusaban tolerar los fantasmas que juraban, habitaban la casona del viejo lituano, cuya joven y bonita esposa, en un tiempo atrás, había aparecido misteriosamente asesinada mientras él se encontraba en su locomotora, transportando bananos de las fincas a los barcos que esperaban en los muelles de la frutera. Los rumores decían que él mismo la había matado, una noche que deliberadamente, había retornado de repente a su casa y la había encontrado en los brazos de su amante. Al no haberle sido posible a las autoridades locales comprobar el rumor, el lituano nunca había estado en peligro de ir a la cárcel.

Otros rumores decían que el viejo lituano era adepto a la magia negra y se había metido a invocar a satanás, y por eso había sacrificado a su esposa, para dar cumplimiento a la demanda de un pacto con este, que exigía tal requisito.

En ciertos días, cerca de media noche, comenzaban los perros de la vecindad todos a aullar a la misma vez. Sus espantosos aullidos en la oscuridad de la noche eran para erizarle los pelos a cualquiera que los oía. Decían los vecinos que cada vez que esto sucedía los niños se ponían a llorar. Los inquilinos decían que los aullidos de los perros, eran precedidos por un inconfundible traqueteo que estremecía toda la casa, como si se tratara de un temblor. Al poco rato después se comenzaba a oír el ruido de objetos que caían sobre el techo de la casa, a la vez que se oían ruidos como si todos los muebles y utensilios, estuvieran siendo intencionalmente destrozados. De vez en cuando se llegaban a distinguir voces como de dos personas envueltas en un alegato.

Uno de los inquilinos con quien tuvimos la suerte de hablar, nos confesó que era cierto. En cuanto se encendía la luz, nos dijo este, todo el ruido cesaba; solo había que apagarla, para que todo el relajo volviera a comenzar. Al ponerse algunos de los visitantes de la casa a rezar, daba la impresión de que provocaba el enfurecimiento de los demonios o lo que fuera, quienes antes de ceder a los conjuros de las oraciones, por un instante aumentaban sus infernales ruidos para después comenzar a reducirlos poco a poco, hasta que por fin desaparecían y todo retornaba a la calma normal.

La casa espantada del lituano se había hecho famosa y se había convertido en un reto para los hombres valientes del pueblo. El lúgubre lugar en donde se había edificado, cerca de un abandonado cementerio, contribuía en gran manera, a su aspecto aterrador. Rodeada de cipreses y eucaliptos enanos de ramas colgantes, por la noche, al re- flejo de la luz de la luna e impulsadas por la brisa nocturnal, parecían estas gigantescas manos de ánimas en pena que inútilmente pugnaban por liberarse de las cadenas de sus tumbas que eran sus profundas raíces.

Toño, un amigo incrédulo en los espantos, con quien laborábamos juntos en el departamento de materiales de la compañía frutera, me había propuesto en varias ocasiones, la peliaguda hazaña de comprobar lo que se decía de la casa embrujada del lituano.

Toño sugería que fuéramos a dormir los dos a la casa. Era la única manera segura de comprobar si era cierto lo que la gente decía de la casa. Debo confesar que no me entusiasmaba la idea porque por una coincidencia, cada vez que mi amigo me había hecho la proposición aquella, era cuando se encontraba con algunas copas entre pecho y espalda, cosa que hacia con mucha frecuencia. Cuando lo encontraba sobrio al día siguiente, no me mencionaba nada del asunto de la casa embrujada.

Por fin un día sábado llegó en que los dos, mi amigo Toño y yo, nos encontramos en idénticas condiciones: con el mismo número de copas entre pecho y espalda, y envalentonados por los tonificantes humos del alcohol, nos decidimos ir a la casona aquella a comprobar lo que se decía de esta: su embrujo. Al estar la casa abandonada, no nos fue difícil penetrar a ella. Toño que era fumador, lo primero que hizo fue encender un cigarrillo. Recuerdo que la luz del fósforo que usó, nos permitió ver un viejo empolvado sofá en un rincón y allí nos sentamos los dos, en medio de la oscuridad que ya comenzaba a reponer la luz del día. La chispa en la oscuridad del cigarrillo de mi amigo Toño, fue lo último que recordé la mañana siguiente, que los dos nos despertamos en aquel viejo sofá, bajo los terribles efectos de una cruda espantosa y decenas de picadas de zancudos.

Obviamente, la noche entera había transcurrido y nosotros ya fuera por los efectos de los humos del alcohol, o porque no habían tales fantasmas, no habíamos oído y mucho menos visto, nada de lo que la gente decía había en aquella casa embrujada.

Cuando más tarde confrontamos a los vecinos, estos nos aclararon que el fenómeno solo acontecía durante ciertos impredecibles días. No era todo el tiempo y daba la casualidad, que aquel no era uno de esos días.

Fue así, pues, como mi amigo y yo nos quedamos con las ganas de descifrar el misterio de la casa embrujada. Años después me enteré que la casa aquella, había sido consumida, misteriosamente, por un voraz incendio que nadie supo explicar como se había originado. 

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